En esta ocasión resultaría oportuno recordar el arte pictórico en México, a
partir de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, época en la que para
varias naciones fue marcada como el parte aguas en los temas sociales,
políticos y culturales.
La Revolución Mexicana se acercaba a su cuarta década y daba signos claros
de madurez en diferentes ámbitos. En lo político, el dirigente con amplia
experiencia militar pasaba a un segundo plano y dejaba su lugar al político
formado en la universidad.
En lo económico, la idea de un país agrario quedaba atrás para propiciar un
crecimiento económico industrial que permitiera el desarrollo de la nación. En
lo ideológico, México se incluía en la línea de la Guerra Fría proclamada por
el presidente estadounidense Truman, quien pugnaba por una posición claramente
anticomunista y procapitalista frente al bloque socialista.
Y la madurez en lo artístico fue muy clara: se había dado una ruptura con
la tradición anterior y, por primera vez, el arte mexicano manifestaba signos
de autonomía e independencia ideológica y estilística. Establecía vínculos con
el arte europeo y se dejaba influir por él, pero no apabullar.
Los tres grandes protagonistas del muralismo mexicano, José Clemente
Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, no formaron una escuela ni
cultivaron discípulos; las generaciones posteriores aprendieron de ellos
“directamente en los andamios”.
Al suscitarse el renacimiento de la
pintura mural en 1922 con patrocinio estatal, José Clemente Orozco se reserva
las paredes del patio grande de la Escuela Nacional Preparatoria, antiguo
colegio jesuita de San Ildefonso. Interrumpió estas obras en 1925 para pintar Omnisciencia, un mural en la Casa de los Azulejos; y
en 1926, para realizar otro en la Escuela Industrial de Orizaba, Veracruz.
En Nueva York pinta una serie de
cuadros y murales que muestran el carácter deshumanizado y mecanicista de la
gran metrópoli.
De regreso a México, en 1934 realizó
un gran tablero para el Palacio de Bellas Artes conocido como La katharsis. En 1936, en Guadalajara pintó los muros
del foro del paraninfo de la Universidad, la escalera del Palacio de Gobierno y
la capilla del Hospicio Cabañas.
De Orosco también son los frescos de
la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
En 1947, el arquitecto Mario Pani le
ofreció la primera oportunidad para realizar una obra al exterior en el recién
terminado edificio de la Escuela Nacional de Maestros. En el vestíbulo del
propio edificio, Orozco pintó al fresco unos tableros que denominó El pueblo se acerca a las puertas de la escuela.
En 1948 hizo para la sala de la
Reforma del Museo Nacional de Historia, en el Castillo de Chapultepec, el
tablero Juárez redivivo.
Diego Rivera, cuando fue director de la Escuela de Artes Plásticas, cambió
el plan de estudios y convirtió la escuela en un taller colectivo que permitía
al alumno crear en libertad, sin sujeción a mínimos ni máximos de tiempo. Creía
que la duración del proceso de aprendizaje dependía de un factor imponderable:
el don, talento o genio.
Con esa idea renovadora, Rivera proporcionó las condiciones necesarias para
que surgiera una nueva generación, capaz de superar lo alcanzado por los
muralistas. Apoyaron ese nuevo programa arquitectos y pintores como José
Villagrán, Carlos Alvarado Lang y Jorge González Camarena.
David Alfaro Siqueiros, grande del muralismo y del comunismo mexicanos, fue
un activista –para algunos fue un agitador- sindical y político. Participó en
la Revolución en las filas del ejército Constitucionalista; su defensa de la
democracia lo llevó a las trincheras de la República Española, donde fue
distinguido con el grado de coronel.
Por su actividad subversiva y algunos actos antisociales, Siqueiros estuvo
varias veces en la cárcel y sufrió varios destierros, sin menoscabo de la
producción pictórica ni del amor por el país. En 1970, Siqueiros inició
vigorosamente su monumental Poliforum, una
grandiosa obra en la cual combina su estilo de muralismo mexicano con métodos y
técnicas súper modernas.
El arte pictórico
también ejerció cierta influencia en la arquitectura cuando a mediados de
siglo, México se hallaba inmerso en pleno “desarrollismo”.
Mario Pani,
Manuel Ortiz Monasterio, Juan Sordo Madaleno, Juan Legorreta y O’Gorman, se
encargaron de dotar a la arquitectura de una nueva fisonomía, adecuada al
México moderno. Estos arquitectos integraron las construcciones a un sentido
cosmopolita.
De ellos surge la
idea de las unidades habitacionales y los multifamiliares.
A mediados del
pasado siglo, O’Gorman diseña la Biblioteca de Ciudad Universitaria y la Torre
Latinoamericana. De ahí a la fecha, México ofrece al mundo modernas
construcciones con lo más adelantado en las tecnologías.
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